miércoles, 23 de octubre de 2013

¿Quién está cansado con el proceso de paz?


http://www.farc-ep.co/


En torno al proceso de paz que cursa actualmente en La Habana se tejen toda clase de especulaciones. Partiendo del Presidente Santos y su líder en la mesa de diálogos, Humberto de La Calle, las acusaciones contra las FARC se lanzan y repiten de modo irresponsable y tendencioso, por distintos voceros del Establecimiento y los comentaristas bien pagos de la gran prensa.

El que se haya cumplido un año sin haber conseguido nada más que un acuerdo parcial sobre el primer punto de la Agenda, y el que se aproxime el plazo señalado al Presidente para anunciar o no la presentación de su candidatura a la reelección, se convierten de repente en los principales argumentos para dirigir las baterías cargadas de fuego e infamia
contra nosotros.

Ningún analista público o privado se refiere de manera alguna a las claras revelaciones de los voceros oficiales, que reiteradamente dan cuenta de su verdadera intención al dialogar con las FARC. Mil veces han dicho que la Mesa no es el espacio para discutir en torno a reformas institucionales y menos para debatir sobre el modelo económico que implementan en el país.

Y quizás más veces aún han repetido el estribillo según el cual el único propósito de la Mesa es que las FARC cambiemos las balas por los votos, es decir que troquemos nuestra lucha de medio siglo por la conversión en un partido político que presente sus listas en las elecciones, dando por descontado que el régimen político vigente reúne las más amplias calidades democráticas.

La defensa de esa posición recalcitrante, que pasa por encima del propio texto del Acuerdo General firmado en La Habana en agosto de 2012, que es público, pero que hábilmente se manipula a objeto de desvirtuar su verdadera naturaleza, es realizada frecuentemente en nombre de todos los colombianos. Sus portavoces invocan sin pudor al país y hablan en su nombre.

Habría que comenzar por ahí. El interés que expresan los enemigos del proceso no es el de la población colombiana en general, ni siquiera el interés de la mayoría de los nacionales.

Más bien podría decirse lo contrario. Ellos hablan por ciertas elites, muy acomodadas económicamente hablando, y apropiadas venal y casi hereditariamente de las riendas del poder político.

Las voces que determinan el rumbo de las políticas implementadas en el país son en primer término las de la gran banca transnacional y la red de corporaciones multinacionales interesadas en los recursos que puedan extraer de nuestro territorio en la forma más barata posible. A ellas se añaden los grupos financieros, los monopolios empresariales y el latifundio local.

No hay que llamarnos a engaños. El cumplido servicio de las crecientes e impagables deudas externas pública y privada, por el cual responde el Estado colombiano ante la banca mundial, es el primer deber que corresponde cumplir a cualquiera de estos gobiernos. Las llamadas sostenibilidad y regla fiscales que se incorporaron a la Constitución recientemente así lo ratifican.

El efecto real de las llamadas políticas neoliberales sobre los pueblos es tal, que hasta sus más fanáticos defensores sienten vergüenza de ser calificados como tales. La exención o rebaja de impuestos a los grandes capitales, la privatización de entidades y servicios públicos, la apertura indiscriminada al comercio internacional, entre otras, despojan y abaten a las mayorías.

La militarización creciente de la sociedad a fin de garantizar el control social necesario para el sometimiento de los pueblos que se opongan al saqueo de sus recursos, la destrucción de su hábitat natural o la súper explotación de su trabajo auspiciada por la desregulación de las relaciones laborales, completa el decálogo inhumano y antinatural del poder dominante.

Semejante panorama de desgracia contribuyó a agravar aún más la antidemocrática práctica de la violencia política ejercida de antaño por las clases dominantes en nuestro país. La globalización del mercado y el Consenso de Washington llegaron a Colombia cabalgando sobre la paramilitarización, las masacres, la guerra sucia y los desplazamientos masivos de la población.

La lucha guerrillera ya tenía vieja data cuando sobrevino toda esa catástrofe. Y se había producido como respuesta del campesinado y los sectores populares a la violencia oficial promovida por los partidos liberal y conservador desde el gobierno y el Congreso. Entonces sí resulta elemental discutir todos esos asuntos cuando se habla de hallar una solución política consensuada.

El gobierno de Juan Manuel Santos pretendió cosechar los supuestos éxitos de la llamada seguridad democrática de Uribe. Por eso se consideró destinado a propinar la estocada de muerte a las FARC-EP. Presupuestó con optimismo exagerado que la organización guerrillera se hallaba al borde del colapso final, así que había llegado la hora de acabarla por las buenas o las malas.

Las muertes del Mono Jojoy y Alfonso Cano, que en las FARC examinamos desde una perspectiva muy distinta a la óptica gubernamental, convencieron a Santos de ser el efectivamente llamado a conquistar tal gloria. Así que al tiempo de sostener e incrementar la guerra contrainsurgente y antipopular, apostó a convencernos de la generosidad de su propuesta de rendición.

Y es esa la verdadera dificultad en la que se encuentra el proceso de La Habana. A pocos meses de terminar su mandato, abocado a la necesidad de mostrar resultados que justifiquen su reelección, el Presidente Santos observa con angustia que sus planes militares de exterminio contra las FARC fracasaron. Y que las FARC tampoco aceptan someterse en la Mesa como soñaba.

Entonces, conjuntamente con todo el Establecimiento neoliberal, arrecia su campaña de desprestigio. Nos culpa de la lentitud en los avances, de atravesar toda clase de obstáculos, de salirnos de la Agenda pactada, de hacerle trampa al país. Nos presenta como narcotraficantes y terroristas, como violadores de menores y asesinos, como los peores enemigos de la patria.

No son los colombianos ni el país los cansados con el proceso de paz, como insisten los voceros neoliberales. Son ellos, los círculos privilegiados y guerreristas, los que odian que se hable de soberanía, de democracia plena, de modelos alternativos de desarrollo. Hacen y profundizan la guerra y el terror contra Colombia, mientras acusan de ello a los demás. Urge desenmascararlos.


(*) Timoleón Jiménez es comandante y Jefe del Estado Mayor Central de las FARC-EP 

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